García Márquez no fue uno de mis escritores favoritos y salvo por dos de
sus escritos, que pasaron obligadamente por mis manos pero disfrute a
cabalidad, me declaro absoluto desconocedor de su realidad.
Empero, el excitante recuerdo de la ceremonia donde recibió el Nobel
ronda mi cabeza; más por el discurso de aceptación que en su momento analicé como exagerado, pero que hoy al releerlo, evoca la fantasía que caracterizó
muchos de sus escritos y me obliga a entender la razón de este homenaje...
La soledad de América Latina
Antonio Pigafetta,
un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor
del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica
rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había
visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras
empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos
picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza
y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo.
Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente
un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el
pavor de su propia imagen.
Este libro breve y
fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de
hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de
aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables.
Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos
durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los
cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez
Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición
venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los
600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron
descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada
una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca
llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena
de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se
encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos
persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana
de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de
Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles
no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se
hicieran de oro.
La independencia
del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio
López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con
funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra
de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años
como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su
coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general
Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo
exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un
péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con
papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El
monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa,
es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de
esculturas usadas.
Hace once años, uno
de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este
ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también
en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las
noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres
alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda.
No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado
en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos
desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de
corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad
de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió
un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer
etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de
niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos
han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la
represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están
todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas
encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y
la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o
internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las
cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el
continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países
de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los
Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes
violentas en cuatro años.
De Chile, país de
tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de
su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de
habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha
perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El
Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que
se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América
latina, tendría una población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar
que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año
ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no
es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de
nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de
creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano
errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas
y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de
aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación,
porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos
convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de
nuestra soledad.
Pues si estas
dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil
entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la
contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido
para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara
con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son
iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y
sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad
con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada
vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería
más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que
Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para
tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante
20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún
en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos
mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de
fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los
ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho
mil de sus habitantes.
No pretendo
encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte
casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero
creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por
una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran
a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría
sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a
los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del
mundo.
América Latina no
quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico
que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una
aspiración occidental.
No obstante, los
progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras
Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia
cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la
literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas
tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los
europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un
objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No:
la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de
injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3
mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han
creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras
fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a
merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de
nuestra soledad.
Sin embargo, frente
a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los
diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las
guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la
ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera:
cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de
vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York.
La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por
supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han
logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces
no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad
de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de
hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: “Me niego a admitir el
fin del hombre”. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no
tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la
humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora
nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad
sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una
utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el
derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación
de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie
pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el
amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de
soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a la
Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me
coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector
y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de
escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares,
pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este
honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí
entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el
destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar
indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de
las veces, la incomprensión y el olvido.
Es por ello apenas
natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos
trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál
ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de
una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso
sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero
creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este
es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya
virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo
Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza
intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los
tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía
que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de
Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su
tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa
energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y
contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.
En
cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los
espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio
de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria
contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo
entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento
no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que
un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la
única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.
Gabriel García Márquez